lunes, 2 de junio de 2014

Constantinopla

Constantinopla, 29 de Mayo de 1453
Constantino XI alzó la mirada sobre la inmensidad del mar, en la búsqueda de un punto en el horizonte que le dotase de toda la seguridad que las maltrechas murallas constantinas ya no podían otorgarle.
A sus espaldas se escuchaba imponente el retumbar de los cañones turcos que continuaban haciendo caso omiso a los ruegos de  clemencia de los campesinos. Ruegos que no retrataría la historia en las gargantas de gente de la que nunca quedaría constancia, pero que quedaron grabados a fuego en su cabeza y que a buen seguro, habían resultado determinantes en su decisión de partir al frente de las raquíticas defensas bizantinas en un  ataque tan heroico como suicida.
Oscilan las cifras dadas por los historiadores. Unos hablan de cincomil hombres. Otros de diez mil. En todo caso, un ejercito condenado a muerte ante las hordas otomanas como tributo a la gloria vencida del imperio.
Y allí estaba él. Miro por ultima vez a su espalda antes de colocarse el casco. Contempló la inmensidad de la cúpula de Santa Sofía que se erigía por encima de la ruinosa ciudad, en una estampa celestial que habría enorgullecido a los académicos que la habían diseñado.
Bajó la mirada y contempló los rostros de sus generales, plomizos como la negra ceniza de los cañones que impregnaba el aire. Se ajustó el casco y gritó
nati ut homines, moriuntur ut heroes,

Nacemos como hombres para poder morir como héroes. Alzó el brazo y entonces comprendió que la primera escena de  aquel último acto estaba ya en marcha. Era tan solo ya otro actor más.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Capítulo 2: Se acaba el tiempo


 Natasha se levantó entre terribles sudores, había tenido una pesadilla. Buscó nerviosamente el asilo en su marido, pero allí no encontró más que unas sábanas empapadas en sudor. Contempló el vaso de Vodka a medio beber y entonces supo que había acudido a otro incendio.

No le gustaba que Alexei hubiese decidido tomar ese trabajo. Ella quería vivir junto a sus padres, arando el campo, lejos del ajetreo de la ciudad. Pero no había podido disuadirle. Desde entonces, se despertaba cada mañana con la misma imagen horripilante de su hombre envuelto en llamas, clamándole a través de un cristal algo de agua con la que librarse de ellas. Y ella, contemplándolo impotente, incapaz de atravesar aquel grueso cristal. Afortunadamente, aquello tan solo era un sueño.

Aún algo trastocada por el sin embargo ya habitual sueño, se vistió y bajó a desayunar cada mañana junto a las mujeres del resto de bomberos, antes de desplazarse 50km para ir a labrar las tierras, también como cada mañana. Pero aquel día era diferente.

Al bajar a la segunda planta, en el cual se encontraba el comedor, pudo ver a las siete esposas reunidas en torno al televisor, algo ya de por sí poco común. Algunas callaban, otras sollozaban. Pero todas parecieron alterarse por la presencia de Natasha.

Ella observaba, confundida, paralizada. Finalmente Katrina, la mayor de las siete, de unos 32 años, se levantó de su asiento y la miró fijamente a los ojos.

-¡No! ¡No puede ser!- Exclamó Natasha al contemplar las lágrimas descendiendo por el rostro de la mujer. Sus peores presagios anunciaban desde hace años ese momento. Ahora maldecía por lo bajo su incredulidad al hacer caso omiso.

-Están en el hospital -afirmó Katrina- los médicos han dicho que sobrevivirán. Ahora mismo íbamos a ir a verlos.

Muchas preguntas se agolpaban en la mente de Natasha mientras recorrían a pie la calle principal de Prypiat con dirección al hospital, incentivadas en parte por la gran columna de humo cuyo origen sin embargo, no lograba definir. Al fin, al torcer la esquina, toda pregunta sobre la salud de su marido era ya irrisoria. Pudo contemplar como las llamas se alzaban metros por encima de la central de Chernóbyl. En ese momento se disiparon todas sus esperanzas.

Intentando mantenerse ocupada, prosiguió caminando en su ya absurdo interés de alzar el hospital. El resto de las mujeres la miraron. Natasha era la más joven. Apenas tenía 21 años, y la mayoría de ellas, habían asistido a su boda. En cierto modo se sentían responsables, y más ahora que su marido ya no estaba.

Al alcanzar el hospital, observaron como la multitud de agolpaba frente a este, en su mayoría mujeres y niños, crédulos, con el objetivo de llevarse a sus maridos e hijos de vuelta a su hogar. Pero ni tan siquiera les dejaban acceder.




Natasha comenzó a llorar, rogando a uno de los militares que custodiaban la entrada que le dejase acceder.

-Señora, este hospital está bajo mando militar ahora. Sería un gran riesgo para su vida acceder a él. -Le advirtió el soldado, quien también tenía cara de estar confuso, al tiempo que se valía de su brazo izquierdo para retrasarla lo más suavemente posible, impidiendo su entrada.

-Déjeme ver a mi marido. Déjeme morir con él, de ser necesario. Necesito decirle adiós.- Le rogó ella.

El joven soldado, pareció sufrir un ataque de reclamo materno al contemplar el desesperado rostro de la mujer. El había visto aquella expresión antes, encarnada en el llanto de su madre rogándole que no se alistase en el ejército. Por un momento, pensó en dejarla pasar.

Katrina, consciente de que aquel joven no detendría a la igualmente joven pero insistente Natasha, intervinó rodeándola con los brazos y apoyándole la cabeza contra su hombro, esperando que sus llantos apaciguasen la desesperación. Allí aguardaron horas, al igual que otras cincuenta mujeres desesperadas por saber la suerte que sus cónyuges habían sufrido. Al fin, las puertas del hospital se abrieron y tras estas salió un hombre con aspecto serio y con la manga derecha del traje antirradiación empapada en sangre, situado aún más lejos que los militares que le habían impedido el paso. Sin decir una palabra, comenzó a leer en voz alta una larga lista de nombres. A cada uno que decía, una mujer estallaba a llorar, al tiempo que el resto intentaba inútilmente consolarla. Pero no así ella, aguardó hasta el final por el apellido Vorobiov , el de su marido, pero este no apareció. La sonrisa esperanzada que por respeto intentaba ocultar mientras el hombre recorría las últimas líneas de la lista, se convirtió en la más absoluta soledad en cuanto este la terminó por completo, y tal como había comenzado, sin decir una sola palabra, regresó de nuevo a las entrañas del hospital.

Todas las mujeres se fueron llorando, incluidas aquellas que hasta entonces la habían apoyado. Ella se quedó sola junto a otra mujer, sentadas ambas sobre el bordillo de la acera, incapaces de articular una palabra. Ninguna sabía si la ausencia de su marido en aquella lista era buena o mala.

Allí aguardaron un par de horas más, hasta que calló la noche y el frío ucraniano se hizo ya insoportable. Para más ende, los últimos copos de nieve del tardío invierno se precipitaban ahora sobre sus hombros.

Incapaz de regresar a su ahora fría y solitaria cama, situada en una habitación plagada de fotos de ambos, señalando para la posteridad encuentros que muy posiblemente nunca se volverían a producir, decidió caminar sin rumbo fijo, con el único objetivo de liberar su mente de aquella pesada carga al tiempo que hacía frente al frio invernal de aquella noche de Abril.

Dirigió una última mirada a la otra mujer, quizá algo mayor que ella, quizá también envejecida por el rápido devenir de los hechos en un lapso de tiempo tan reducido. Se dirigió al bar, donde el señor Popanov permanecía atento detrás de la barra a los acontecimientos que la radio relataba. Sin embargo, nada más distinguir a la joven Natasha entrando en el bar, se apresuró a apagarla..




Pese a ser una vieja amiga, -habían estudiado juntos, y desde siempre habían tenido una estrecha relación de amistad, hasta tal punto que Alexei había llegado a sospechar de que le estuviese engañando con él- Popanov se sorprendió al ver su figura estilizada apoyarse exhausta sobre uno de los taburetes situados junto a la barra. Todo aquel que se dirigía al Popanov, lo hacía siendo consciente de que allí se violaba la rigurosa ley de bebidas espirituosas que aún se mantenía desde la época de Stalin, y normalmente con el objetivo de olvidar el pesado día a día de la ciudad, objetivo que no todos veían cumplido dado que Popanov poseía una lista negra donde situaba a la gente conocida pro su “facilidad de palabra” a la cual impedía beber más de la cuenta, por miedo a que delatase lo fraudulento de las prácticas de su bar. Ella no era una excepción.

Sin embargo, no dudó ni un momento del por qué de su visita, precisamente aquella noche. Ni tampoco preguntó nada, todo lo que necesitaba saber lo había oído ya en las noticias. Quizá incluso sabía más que ella.

Por empatía, o quizá por simple aburrimineto, Popanov decidió también romper la rutina y se decidió a acompañarle bebiendo en una noche que ambos sabían que sería muy larga.

Quizá ella no había ido hasta allí solo para beber. Quizá había visto en Popanov al hombre que su marido había querido señalar al cuestionarle sobre sus infidelidades, un hombre atento y generoso, un hombre que, quizá, molestaba tanto a Alexei por que le recordaba demasiado a si mismo. Quizá había acudido allí simplemente por los esfuerzos de su marido por señalarle como posible amante, buscando el cariño que muy posiblemente su marido no pudiese volver a darle.

Popanov era además su amigo más cercano, mucho más incluso que las maternizadas compañeras de bloque que se esforzaban en hacer placentero su quizás prematuro matrimonio.

-¿Un vodka?- Dijo Popanov, consciente de que ella nunca se atrevería a pedirlo.

-Un vodka nunca es un vodka. ¿Beberás conmigo? Hoy siento que no puedo hacer nada sola. -Respondió ella.

Capítulo 1: Todo había acabado


 Alexei se levantó de pronto tras percibir los agitados golpes provenientes de la puerta del dormitorio. Tras abrirla, pudo comprobar que al otro lado se postulaba Grigory Koslov, su jefe en aquella estación de bomberos. Aquello le tranquilizó, supuso que era hora de trabajar. Acostubrado por la similitud que aquello tenía con otras ocasiones, ni tan siquiera preguntó. Se giro y acudió a tomar un trago de Vodka antes de ir a trabajar, como un día más. Pero aquel no lo era. Quizá ya no hubiese más días.

-Es en la central- Exclamó Koslov, con un rostro palidecido que la rutina no permitió apreciar a Alexei.

De pronto, aún con el Vodka descendiendo por su laringe, se volvió de nuevo y le miró a los ojos. Ahora era en su rostro donde se reflejaba el horror. Pero no dijo una palabra. “Preparados para todo, por la patria” solían decirle durante su entrenamiento militar en Moscú.

Sin embargo si sintió sudores fríos, el aliento de la mismísima muerte susurrándole al oído que había llegado su hora. Miró a su joven mujer, que dormitaba inocente. Quiso despertarla, le aterraba no poder despedirse. Pero Koslov le disuadió, tenían prisa.

Ni tan siquiera tuvieron tiempo de hacerse con los trajes de lona. Descendieron raudos las escaleras, junto a otros ocho hombres asustados y confusos que conformaban el cuerpo de bomberos de Pripyat, Una vez llegaron a la planta baja, donde se encontraban los camiones, todos se miraron durante un instante. Nadie supo qué decir. Aunque nadie se atreviese a admitirlo, todos tenían muy claro que habían dicho su último adiós a su mujer e hijos. Menos Alexei. Él ni tan siquiera había podido. O quizá hubiese sido demasiado cobarde para ello.

Confusos, tomaron con sigo el equipo habitual, con hachas, cascos y mangueras, pese a que sabían que todos aquellos rutinarios elementos eran como querer detener una ventisca con una pequeña fogata.

Recorrieron en total silencio los poco más 20km que separaban el viejo bloque reservado para los bomberos del reactor 4. Sentados en la oscura parte de atrás de aquel camión de bomberos, el ambiente era infinitamente más frío y plomizo que en otras ocasiones. Ya nadie mandaba comprobar la bomba de agua. Nadie deseaba suerte. Simplemente aguardaban en silencio la llamada de la muerte. Uno de los más jóvenes estalló a llorar, nadie le consoló. En el fondo, todos estaban tan desolados como él.

Nada más llegar, el hasta entonces agitado pulso de Alexei se detuvo por completo. Una columna de humo y llamas se alzaba hasta donde la vista alcanzaba a vislumbrar, y el hollín cubría por completo el reactor 4.

Pero no estaban solos. Junto a los bomberos y militares, se postulaban también cientos de voluntarios de la zona que heroicamente se había decidido a entregar sus vidas por frenar ínfimamente el alcance de aquella catástrofe.



El punto irónico lo ponían aquellos que habían sido obligados a realizar aquel sacrificio satánico popular, por haber sido encarcelados con motivo a las diversas manifestaciones violentas con el fin de disuadir a los dirigentes comunistas al querer construir diez años atrás la central a tan solo 30Km de Kiev. El tiempo les había dado la razón, pero desgraciadamente no la libertad.

Comenzaron lentamente a caminar hacia el reactor. A medida que avanzaban, sentían como se les iba desgarrando la piel. Se abstenían de mirarse brazos y piernas, algo no demasiado difícil debido a la densa cortina de humo que no permitía ver más allá de 20 centímetros. Se sentían como judíos en una cámara de gas, impotentes, asfixiados. A algunos les movía el honor, otros caían al suelo y eran consumidos por las llamas. El dolor fue haciéndose cada vez más insoportable, ahora ni tan siquiera necesitaba verlo para cerciorarse de lo poco que quedaba ya de sus mutiladas pieles. Sacaban con las manos el granito ardiendo a más de 2.000 grados. Intentaban gritar, pero no quedaba apenas ya oxígeno en sus pulmones.

Alexei contemplaba el inquieto reflejo de su mujer en las llamas que se situaban a su alrededor. En más de una ocasión pensó en huir, pero el honrar a su país ejercía sobre él un efecto magnético. Así le habían educado.

Las precarias máscaras comenzaban a ceder y el ardiente rastro de granito y cenizas comenzaba a introducirse en sus pulmones. Levantó la mirada en lo que creyó una toma del último recuerdo, y no vio a nadie a su alrededor. Quizá se hubiese perdido. O quizá fuese ya el último vivo.

Prosiguió el camino, notando como la sangre comenzaba a estancarse en sus tobillos ralentizando aún más su dolorido paso. Caminaba sobre sus pies descalzos, rodeados por los restos de unos chamuscados zapados de caucho, al tiempo que sus lágrimas comenzaban a mezclarse con el hollín que impregnaba su piel.

Cada vez andaba más lento. Cada vez estaba más desorientado. Al fin, dirigió una última mirada hacia el cielo y se dejó caer sobre el ardiente suelo. Asfixiándose, decidió arrancarse la mascarilla para que sus pulmones pudiesen recibir un último golpe de aire en su despedida. Puso los brazos en cruz y cerró los ojos . Todo había acabado.

miércoles, 18 de julio de 2012

Capítulo 41: Que hace una chica como tú


Sara comenzó a escribir, impulsada por la musa de la literatura. Escribía algo. Algo indeterminado, frases al azar, lugares en los que nunca estaría. Era algo de eso no había duda, aunque aún no pudiese distinguirse el que. Sus dedos se deslizaban sobre el teclado al ritmo del halo de vida que el propio texto irradiaba.

La visión podía resultar un poco estrambótica. Ella, con los ojos iluminados ante la pantalla de su portátil, tecleando con admirable rapidez todo aquello que la musa le susurraba. Él, recostado sobre la barra a medio metro de distancia, maldiciendo por lo bajo todo aquello que pudiese haber influido mínimamente en su desdichado presente. No hablaban, pero de vez en cuando se dirigían mutuamente indiscretas miradas que lo decían todo. "No pintas nada aquí" podía leerse en ambas. Entonces comenzó a sonar "que hace una chica como tú". Ella emitió una carcajada. Él, normalmente racional y lógico, lo interpretó como una señal.

-Sinceramente, no es usted el tipo de mujer que esperaba ver por aquí- Se decidió, al fin, a decirle.

-Gracias, supongo. Tú tampoco vienes demasiado.

-¿Ah no? ¿como lo sabe?- Preguntó él, extrañamente relajado.

-Los ojos. Son el espejo del alma, ¿Sabe?

-¿Si? ¿y que ves en los mios?- Respondió, juguetón.

-A un hombre que ha perdido el norte. Mire su dedo -dijo mientras acariciaba cuidadosamente su mano- aún puede notarse la marca de su anillo. Una relación larga que, por lo visto, no salió bien. ¿Que fue lo que os pasó?. Pareces el típico hombre engañado, pero... no, no es eso lo que te ha traído por aquí. Quizá incluso ya lo intuía, y sin embargo, no le importó. Pero debió pasar algo....

-No está mal, para un caso tan excepcional como el mio.

-¿Que tiene de excepcional?

- Desde hace seis meses mi mujer se ve con un ucraniano, Victor, creo que se llama.  Discutimos y se marchó. Estaba convencido de que se habría ido a Ucrania con él, pero no era así. Decidí volver, pero fui víctima de un gas que posiblemente usted ni siquiera conozca. Ras regresar a España, ella me condujo hasta una especie de gasolinera, donde dos hombres esperaban para darme una paliza. Conseguí huir de allí, dejando a mi mujer tirada en el suelo y con la duda de si me quería. De eso hace una semana.

-Parece muy interesante, tu vida...

- Julián. Bebo para olvidar, supongo que eso habla por si sólo.

-Brindo por eso. No te preocupes, todos tenemos algo que ocultar, un secreto inconfesable.

-¿Cual es el suyo...?

-Sara, Sara Fernández.  Acaban de diagnosticarme cáncer de pulmón. La quimioterapia no está respondiendo y van a tener que operar. Escribo para dejar mi huella si....si algo saliese mal. Pero dime, ¿quien eres?- Dijo ella bruscamente, intentado cambiar de tema para evitar deshacerse en sollozos delante de aquel hombre.

-Lo cierto es que es una muy larga historia- Respondió él.

.-Todas lo son. He oído muchas historias. A menudo comienzan con "fue un error" o "estaba borracho"

- Esta comienza con un arma apuntándome a la cabeza.

-¿Y tiene un final feliz?- Preguntó ella, ingenua.

-El final aún no está escrito, pero algo me dice que todo ha de acabar como empieza. Morimos como nacemos, desnudos y solos.

-¿Pero no temes a la muerte?- Preguntó Sara, más pendiente de su fatídico problema que de los ataques de nostalgia de su compañero de madrugada.

-¿La muerte? me ha visitado tantas meses este mes que creo que cuando falte la añoraré- Dijo Julián, haciendo gala de un fatídico humor negro que, sin embargo, tuvo un efecto esperanzador sobre Sara- A fin de cuentas, tan solo es la suerte con una letra cambiada.

Ella sonrió de nuevo, aquel hombre comenzaba a desviar su atención. Apenas se percató de que su ordenador se quedaba sin batería. En aquel momento la interconexión de sus neuronas les aislaban del resto del mundo. Junto a él se sentía en el lugar que llevaba meses buscando, hasta desistir exhausta.  Allí donde no necesitaba quimioterapias ni operaciones. Allí donde su mente volaba sin los lastres del pasado. Eran completos desconocidos, y al mismo tiempo, tenían la sensación de haber perdido una ya inconcebible vida separados.

-¿A,si? ¿A que te dedicas, "Rambo"? 

-Podría decirse que soy... policía.

-"Podría decirse". Con lo cual, no lo eres.- Apuntó ella

-Algún día le fui. Inspector de policía de la provincia de la Coruña.

-Parece ser un buen puesto... uno de esos que no se dejan escapar fácilmente- Dijo ella ,con ánimo pero sin convicción de que querer saber más cosas sobre él.

-Conocí una vida mejor, más bien, me reencontré con ella. 

-Y  en esa vida no entraba su mujer, ¿no es así?- Se aventuró Sara

-Efectivamente, a veces en la vida hay que dar giros bruscos para que la corriente no te arrastre hasta las rocas.

-Brindo por eso- Respondió Sara, cuya sonrisa era ya indisimulable

Levantaron las copas, y con ello, las miradas, que rompieron de pronto el vínculo  que entre ambas se había establecido y les permitió cerciorarse de que el bar estaba ya vacío. Se introdujeron la copa en la boca. Él se dijo, citando a Sabina, "cuidado chaval, te estás enamorando·. Ella rió de nuevo. Podía ser alcohol, pero él lo relacionó con una droga mucho más peligrosa: El amor

La miró de nuevo. Debía tener unos cinco años menos que él. Morena, lucía un largo pelo negro y suaves manos, ojos oscuros y una boca cuyos labios más que "te quiero" parecían decir "hazme tuya" . La joya de la corona, custodiada por dos largas y esbeltas piernas rematadas en unos sonados tacones color azul oscuro.

Y antes de darse cuenta, mientras su mente continuaba perdida por los oscuros recónditos de su cuerpo, encontróse conduciendo hacia su casa, con ella a su lado, recostada exageradamente en el asiento.

Cuando llegaron, maldijo por lo bajo la ceguera de cupido, al tiempo que le desabrochaba con la boca el sujetador.

Comenzó a recorrer cada ápice de su cuerpo, introduciéndose en cada oscuro lugar que colaboraba a hacer de su dueña una atrayente y exitosa mujer.

Tiempo después, fue la boca quien recalcó los senderos que los dedos habían abierto con pasión minutos antes, descendiendo por las caderas hasta situarse en la negrura de sus piernas. La saliva se mezcla, el sudor fluye libremente por sus cuerpos. Gritos desgarradores invaden la sala, mientras sus mentes comunican todo aquello que ni una mirada soportó.

Y después, sólo silencio

lunes, 16 de julio de 2012

Capítulo 40: Él ya no estaba allí

Una semana después



El hombre caminaba agitadamente por los pasillos del hospital. Todavía podía oírse al fondo del pasillo el sórdido y continuo pitido de la máquina de constantes vitales. El sudor corría a chorros por sus mejillas, al tiempo que el corazón comenzaba a incrementar desorbitadamente su ritmo. A cada persona que pasaba por su lado, le dedicaba una mirada indiscreta, mientras se apretaba las manos para no salir corriendo. Él no era un asesino. Al menos, antes de aquel día. Pero ahora las cosas eran bien distintas.


Aguantó el sollozo hasta el instante en el que atravesó la última puerta del hospital. Rápidamente, rebuscó en su bolsillo el paquete de cigarros. Una vez lo hubo cogido, aguardó mientras le dirigía una profunda mirada. Algo resignado, sin saber como apaciguar los nervios, comenzó a andar calle abajo, al tiempo que encendía un cigarrillo. Se lo puso entre los labios, pero fue incapaz de darle una calada. En cualquier otro momento habría sido verdadera medicina. Pero no ahora. Tiró el cigarrillo al suelo, y tras echar un instante la vista atrás prosiguió andando.


No quería serlo, habían sido aquellos cabrones quienes le habían forzado. Y todo por su familia, ya no sabía que más hacer. El dinero era muy prometedor, sobretodo en una crisis como la que estaban viviendo. Se disculpó, sabía que ver a sus hijos rebuscando en la basura del supermercado había sido ya bastante excusa para delinquir. Era por ellos. No quería un coche nuevo, ni una casa. Quería comer. 


Hacía tres meses que le habían despedido, y desde entonces, las cosas habían ido a peor. Les habían desahuciado por impago, habían tenido que rebuscar como ratas en los cubos de la basura, y ahora él, pese a haber estudiado arquitectura, estaba al borde de la cárcel. Por que le pillarían. ¿Como había podido ser tan sumamente estúpido?. Ahora las cartas estaban echadas. 


Afortunadamente, una cosa jugaba a su favor. Los alertantemente confiados hombres le habían pagado por adelantado, con lo que ya tenía el dinero en su bolsillo. Y un montón de información comprometedora, de los tres meses que estuvo trabajando para ellos sin imaginarse que "el golpe final" sería un asesinato. 


Se dirigió al humilde albergue donde habían sido acogidos. Cogió un trozo de papel, y comenzó a escribirle una nota a su mujer.  Firmó con lágrimas, era imposible ya retenerlas. La carta finalizó con un "lo siento". Dejó el dinero oculto bajo la nota, y salió antes de que nadie pudiese verle. Ahora tenía claro lo que quería hacer. Se percató de que aún tuviese en el bolsillo la pistola. Ahí estaba, junto a los documentos. Echó a andar hacia el centro de la ciudad. A su alrededor, cientos de personas se movía ajetreadamente. No así él, puesto que tenía claro que poco podía ya hacer. Con una tranquilidad asombrosa recorrió las céntricas calles de A coruña. Pasó su mano por las paredes, despidiéndose de aquel lugar. Fuera como fuese, no lo volvería a ver. 


Evitaba pensar en su familia, no obstante, era imposible evitar que de vez en cuando una lágrima surcase su cara. Apenas se molestaba en secárselas, él ya no estaba allí. Cuando el fin es cuestión de tiempo, pierdes la percepción de ti mismo como persona. En aquel momento él andaba por inercia, caminando sórdido por los suelos de concreto, rumbo a su destino final.


Alcanzó la iglesia pasadas las tres. Era un hombre devoto, sabía que debía arreglar ciertos trámites antes de.... despedirse. Aún no había recapacitado sobre lo que aquello suponía. Pero debía hacerlo. No podía seguir sufriendo de tal manera. Había echo por otros lo necesario, ahora podía hacer algo por él, aunque fuese de manera tan trágica.  Atravesó el portal de la iglesia con aires de arrepentimiento. Se dirigió a una de las cabinas.


-Perdóname señor he pecado.-Dijo él
- Todos lo hacemos. Es difícil seguir la rectitud de la fe. Dígame, ¿en qué a pecado?
-He matado a una mujer, en el hospital. Lo he echo por dinero, lo necesito... es para mi familia - prosiguió tras secarse las lágrimas.
-Eso es pecado mayor, no puede solucionarse con un rezo. El señor no mata.
- Usted mismo ha dicho, todos pecamos. ¿No crucificaron a caso los romanos al señor Jesucristo?
- Pero no todos tenemos su fortaleza. Deberás conseguir el perdón de su familia para ascender limpio al cielo. 
-Gracias padre. Pero eso no podrá ser.


Se levantó sin darle tiempo a que contestase. Salió de la iglesia, y aún en la pequeña plaza donde esta estaba situada, se arrodilló. Sacó tembloroso la foto de su familia del bolsillo, y la contempló, pasando el dedo sobre cada uno de sus rostros. Estalló a llorar, sabía que el momento se acercaba. Sacó la pistola y se cercioró de que nadie se hubiese alertado. Se introdujo el cañón en la boca y apretó el gatillo. Por un instante, mientras la bala atravesaba uno por uno los tejidos de su garganta. se arrepintió. Pero ya era tarde.


El eco del disparo resonó sobre el ruido de los coches en todo el centro de la ciudad. La gente dejó de caminar agitadamente, ahora se agolpaban para contemplar aún con desdeña a un "fracasado" como muchos le llamaron. Ropas delineadas y un rostro repleto de ojeras. El cura no se sorprendió al escuchar el disparo. Sabía quien era y que, tarde o temprano, escogería el camino fácil. Le había dedicado multitud de rezos, pero eso no bastaba para hacerle encontrar el camino. "Al menos ya no está perdido" se dijo.


Comenzaron a oírse sirenas de la policía. Alguien los había alertado cuando el hombre aún estaba vivo. Pero habían llegado tarde. Aparcaron el coche junto al bullicio, y se abrieron paso entre la multitud hasta situarse junto al cadáver. El policía puso de cuclillas sobre el cadáver. Cubrióse la mano con un guante, y recogió la foto de su familia: estaba empapada en sangre. 


Otra muerte que no saldría en las noticias, sepultada por el último triunfo del Barcelona o un nuevo caso de corrupción. Así es la vida. A veces vamos demasiado rápido para pararnos a pensar en los resquicios de la humanidad. 


El policía introdujo su mano en el bolsillo de la chaqueta empapada en sangre. Sacó de esta los papeles que le habían costado la vida a aquel pobre hombre. Los leyó por encima y supo que debía quedarse aquellos informes. Se abstuvo de entregarlo en el cuartel. Si lo que ponía en aquellas hojas era cierto, comunicárselo a sus superiores sólo le traería problemas.